Al cumplir su mayoría de edad: 18 años; el Festival Mundial de Salsa Cali 2023 hizo un reconocimiento público a aquellas bailadoras que le dieron inicio a la historia salsera de Cali y a las que la ciudad no solo les debe el que por ellas haya nacido el Festival, sino el nombre de Capital Mundial de la Salsa y de las mujeres lindas.
Las homenajeadas fueron 10. Aunque deben ser más. Pero Yolanda Prado, Luz Marina Mosquera, Ibérica Hernández, Mercedes Llanos, Florentina Velasco, Lida Restrepo, Alba Nancy Albán, Flor Aceneth Rivera, Ana Lucía Varela y Arnolia Cruz son las que mantienen activas, las que llaman para todas las presentaciones y las que se convirtieron en verdaderos íconos de la mujer caleña que baila, ríe y goza.
Para entender cómo se iniciaron en el mundo del baile, el lector debe estar acompañado de alguien mayor de 60 años -o serlo- preguntarle a la mamá, a la abuelita o a la tía solterona, pues las cédulas originales de todas ellas comienzan por 31, son en blanco y negro, no tienen holograma y mucho menos chip.
Así fue
Por allá en los años 60 y a inicios de los 70 se acostumbraba que los padres llevaran a sus hijas a todas las fiestas donde los invitaban. Las más avispaditas eran el centro de atracción porque con escasos 5 o 6 añitos bailaban como un trompo y les hacían rueda cuando sonaba El mecánico, La muy indigna o El cuartetazo, el twist de La gallinita Josefina o el rock de la cárcel.
A medida que fueron creciendo ya las preferencias de las niñas eran Richie Ray, Cortijo y su combo, Nelson y sus Estrellas, La Sonora Ponceña, El Gran Combo, el Grupo Niche y lo que se atravesara. Cambiaron las casas de familia por los agüelulos, el Honka Monka, el Séptimo Cielo, Juan Pachanga, El Escondite y muchos más.
Las medias ya no era tobilleras con las imágenes de los personajes de Walt Disney o el Topo Giggio, sino la media pantalón velada con una vena en la parte trasera, o con malla de huecos grandes o pequeños. El zapatico de charol tipo Mafalda fue reemplazado por el tacón puntilla y el tacón cubano. Y empezó el emperifolle.
Se bañaban con jabón Paramí y el splash era Agua Florida de Murray & Lanman; si estaban escasas de presupuesto tocaba el Menticol o el Bay Rum; el pelo se lo engominaban con laca de Kleer Lac que se aplicaban apretando un tarro plástico a medio metro de distancia para que saliera spray y no las bañara el chorro.
El esmalte de uñas era rojo y se lo quitaban con acetona. Era escaso el maquillaje, ni lo necesitaban, a excepción del colorete, el cual se lo aplicaban hasta desvanecido en el cachete.
El brasier tenía varillas, las enaguas eran de seda con encaje, calzones cuello tortuga y la mini falda lucía muy bien en las que tenían más tarros que un loco. Salían a la pista impecables. Fumar era un caché y uno que otro traguito estaba bien.
Una noche de baile requería dos de descanso con masajes y terapias, pues quedaban de cama. El remedio eficaz era la saliba. Era bendita. En ayunas, servía para desinflamar juanetes, tumbar verrugas y estirar pategallinas, mientras que los zapatos los dejaban remojando toda la noche con un periódico empapado en alcohol y cuando se secaban los frotaban por dentro con vela de cebo.
Llegaba el fin de semana y salían impecables para la rumba, sin cartera, sin estuche de maquillaje, a excepción de un pequeño bolsito que se colgaban atravesado al pecho para mantener a mano el colorete y la cajita de Chiclets Adams. Primeros muertas que sencillas; a diferencia de las chicas de ahora que con unos tenis, un bluyin y una camiseta, salen pa’ pintura.
Era tal la elegancia y el porte de las chicas que hoy están entre el quinto y el séptimo piso, que los hombres no podían desentonar y eso los obligaba a salir cachacos. Gracias a eso Cali se caracterizó por tener unos bailadores impecables, dignos de admirar por sus pasos acelerados, improvisados y precisos.
A pesar de usar un sombrero blanco, se engominaban el pelo con Glostora o con fijador Lechuga y mientras se lo aplicaban, decían: “Si su pelo se le arruga, aplánchelo con Lechuga”.
La camisa era colorida, de satín y cuello en puntas, la que hacía juego con el pantalón de Terlenka bota campana, el chaleco, la correa blanca y los zapatos blancos, impecablemente lustrados con Griffin Allwhite. De allí que al sombrero le llamaran la teja, a la correa le decían la riata y a los zapatos les decían los quesos.
Se embadurnaban con Old Spice de Shulton, Pino Silvestre o Paco Rabanne; se afeitaban con cuchillas Gillette mientras oían la Cabalgata deportiva y el Reporter Esso; al bigote le decían el bozo y las patillas y la barba se la pulían de tal manera que parecían hechas con tiralíneas y teñidas con tinta china.
No les faltaba el pañuelo, el cortaúñas, ni la peineta ni un pequeño espejito cuadrado con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús al respaldo. En un bolsillo iba la cajetilla de cigarrillos Marlboro, Kent o Lucky Strike con su encendedor de gasolina blanca, cuando había platica. Si no, tocaba Imperial, President o Pielrroja con la caja de fósforos El Diablo o Póker. Una opción era guardar la cajetilla dentro de la media para evitar que los canaleros le acabaran con ella.
Para descrestar tomaban una bocanada de humo, lo retenían en los cachetes, apretaban las amígdalas, abrían la boca lentamente y dejaban salir aros de humo para formar un espiral gris que se esfumaba mientras picaban el ojo a las chicas. “Uy, qué galleta”, decían ellas. No existía eso de “qué chimba”. Eso era otra cosa.
Los Chiclets eran reemplazados por pastillas de Zen Zen con sabor a cardamomo, los cuales daban un aliento fresco y aguantaban hasta tres eructos.
Eran unos verdaderos caballeros. Hacían la reverencia y pedían permiso para bailar con la chica. Iban hasta el puesto, le ofrecían la mano y una vez terminaba el disco la acompañaban de nuevo al asiento y le daban las gracias. No como ahora, que el muchacho ve a la chica al otro lado de la pista, le pega un silbido, mueve la cabeza para que ella llegue a la pista y así como llegó, ella tiene que devolverse.
Si no creen, pregúntenle a Lida Restrepo, conocida en el mundo artístico como La Maravilla. Ella -una de las homenajeadas- vivió esa época. Y eso que le tocó del año 1975 hacia acá. Pasó de aficionada a profesional, hizo parte del Ballet de la Salsa, actuó en la película Tacones y aún mantiene esa energía que la llevó a la fama. Ya los zapatos apretados no la hacen llorar. Llora por el Deportivo Cali y por la época que se fue.
El secretario de Cultura de la Alcaldía de Cali, Brayan Hurtado, ni había nacido. Pero tiene viva y presente la historia de la salsa en su cabeza. Por ello se animó a rendir un homenaje y reconocimiento a esas mujeres. “Me siento muy orgulloso de entregar este sencillo pero significativo diploma a las mujeres artífices del baile que le dio gloria y renombre a nuestra ciudad a nivel mundial”, anotó.
Definitivamente, toda época pasada fue distinta. Por eso, si leyó este artículo con gafas, anda por el quinto piso; si lo hizo con gafas, pero frunció el ceño, ya está por los 60; si además de lo anterior alejó la pantalla hasta donde le alcanzó el brazo, es setentón y si tuvo que pedir que se lo leyeran, ya llegó a la edad de los metales: pies de plomo, sienes de plata y corazón de oro.
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